Mi parto
Corría el año 1986. Era mi primer destino importante como Médico General Hospitalario con plaza en el Servicio de Urgencias de Bollullos Par del Condado. Mi turno era cada tres días, de cinco de la tarde a siete de la mañana. Durante ese horario, un celador, un ATS y el médico de guardia, teníamos la obligación de atender a todos los pacientes, tanto de Bollullos como de La Palma del Condado y Villarrasa, que acudieran con “urgencias médicas” que no pudieran esperar al día siguiente. Esa era la teoría, pero en la practica los parroquianos de estos pueblos usaban el Servicio de Urgencias como una continuación del ambulatorio matutino y acudían para ser atendidos por cualquier causa por banal o leve que fuese. Además, debíamos acudir a las llamadas “urgentes” de los enfermos que no pudieran desplazarse hasta sus domicilios, esto lo hacíamos en nuestro propio coche y a cualquier hora.
Las guardias nunca eran buenas. Tres pueblos acudiendo a un solo ambulatorio demandaban mucho trabajo; no sólo por las consultas de todo tipo que no cesaban hasta la noche, sino por los avisos domiciliarios, los accidentes de tráfico, los drogadictos que acudían con ‘monos’ muy agresivos, y las verdaderas urgencias médicas: cólicos, infartos, asfixias, etcétera.
Una tarde cualquiera de un día de primavera me avisan para que atienda a una joven con dolor de barriga. Aspecto de familia humilde, una niña de unos dieciséis años que viene acompañada por su madre, que es la que habla y me dice que:
- La niña tiene la barriga inflamada. Le duele y retiene líquidos.
La chica trae un traje suelto que al subirlo deja ver una faja apretada, que le digo que se la tiene que quitar. A retirar la faja a parece una barriga abultada y prominente. Tras palparla pregunto inocentemente:
-¿De cuánto tiempo estás embarazada?
Y no he terminado de preguntarlo cuando la joven esta llorando y la madre gritando:
-¡¡¡¿Cómoooo?!!! ¿Preñada? ¡Otra vez!
Resumiendo, que la jovencita estaba muy preñada “otra vez” puesto que ya tenía un niño de un año, que era soltera, que no tenía novio conocido, que había ocultado su embarazo y que la madre se estaba enterando en ese momento.
Yo calculé que estaría de unos siete meses, el niño parecía estar en su sitio, se movía y no había signos de complicaciones, la madre estaba sana y fuerte y todo estaba en regla, por lo que le aconsejé que no se apretara la barriga y que al día siguiente pidiera una cita preferente con el ginecólogo en Huelva. Se fueron caminando las dos tan tranquilas.
Sin embargo, sobre las cuatro de la mañana escuché el ruido familiar de un coche que se acercaba al ambulatorio a toda velocidad sobre los adoquines de la calle haciendo sonar la bocina, por lo que me levanté corriendo.
Era un taxi de Bollullos. Sentada delante, al lado del chofer, la mamá de la joven. En el asiento de atrás, tumbada y dando gritos, la joven preñada. En cuanto abrí la puerta del coche y miré, me dí cuenta de la situación: la embarazada estaba pariendo. No “de parto”, sino pariendo con todas las de la ley. Tenía una considerable dilatación y casi se adivinaba la cabeza del feto.
-¡Rápido, –dije- avisen a un ginecólogo!
-¡Aquí no hay ginecólogo!
-¡Una matrona, seguro que hay una matrona!
- ¡Qué matrona ni matrona, aquí no pare nadie hace años!
Yo daba vueltas y más vueltas al coche sin saber lo que hacer, la niña gritaba de dolor, el taxista impávido, el celador hipnotizado por lo que estaba viendo, el ATS en brazos de Morfeo… y la madre que me mira muy seria y me dice:
-¿Por qué no entra usted en el coche de una vez y atiende a mi hija, hombre?
Cuando tomé posición lo mejor que pude dentro del auto, intentaba recordar los partos que presencié en mis practicas de Ginecología, en sexto curso, y repasaba mentalmente los pasos a seguir. Pero no sé por qué, dije:
-¡Sábanas, muchas sábanas!
El celador entró en el ambulatorio y al poco tiempo apareció con muchas sabanas limpias, una gran linterna, compresas, gasas, pinzas y unos separadores quirúrgicos.
El parto no fue difícil, gracias a Dios. Yo apreté un poco la barriga hasta que apareció la cabecita, la cual cogí con las dos manos y con cuidado la flexioné hacia los lados para que saliera un hombro y luego el otro, y de pronto el bebé salio enterito acompañado de una oleada de líquidos escurriéndose como un pececito entre mis manos y cayendo encima de las sábanas. Lo cogí lo mejor que pude, vi que respiraba y empezó a llorar con ganas, era un machote. Todo el mundo gritaba de alegría. Clampé el cordón umbilical y tiré de él apretando la barriga de la madre con fuerza hasta que vi salir la placenta. La madre no parecía sangrar mucho y eso me tranquilizó. Después de cortar el cordón, y darle el bebé a la abuela, llamamos a Huelva para avisar de que salíamos para el Hospital.
Cuando íbamos de camino, la sensación era una que no podré olvidar mientras viva. Una felicidad asombrosa. Os aseguro que nunca como médico he vuelto a tener esa sensación tan bonita, tan espiritual, tan mágica. El pequeño bebé me chupaba el dedo con ganas mientras su madre lo miraba radiante de felicidad y la abuela no paraba de felicitarme. De pronto me dijo:
-¿Usted cómo se llama? ¡Le vamos a poner su nombre!
Y yo: “No se preocupe usted, señora, póngale el nombre del abuelo…
-¡Que no, que yo le pongo el nombre de usted, que se lo merece, vamos!
-Mire, señora, yo tengo un nombre muy raro, me llamo Celso, y es un nombre que no es común ni bonito.
-¿Cómo ha dicho usted? Eso no le puedo yo poner a este niño, no…
Cuando llegamos al Hospital de Huelva nos estaban esperando en la puerta todo el equipo de guardia de Ginecólogos y Pediatras que enseguida se hicieron cargo de la madre y del niño. Yo esperé un poco hasta que me dijeron que todo estaba correcto.
Cuando se lo conté a mi mujer me preparó una canastilla con ropita de primera postura y otros regalitos de recién nacido que vinieron madre, bebe y abuela a recogerlos al ambulatorio, tan felices los tres.
Espero que todos sigan bien. Tengo mucho que agradecerles.
Dr. Celso Pareja-Obregón López-Pazo
Nº colegiado RICOMS: 9438
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