Aquel verano del 61
En el verano de 1961, terminé mis estudios de Medicina. A finales de junio fui médico y deseaba enormemente comenzar a ejercer mi profesión. Surgió la ocasión, en los primeros días de julio y me lancé sin paracaídas. La oportunidad se presentó, para ser Médico Titular “Interino” de A.P.D. en un bello pueblo de la sierra de Huelva, Almonaster la Real.
Quiero relatar algo que nunca he olvidado, mi primera anécdota como médico. Estando en mi consulta, alquilada la habitación, mínimos los muebles y con el clásico maletín de médico que solo contenía un termómetro, aparato de tensión, fonendo, martillo de reflejos y algún medicamento de urgencia y unas jeringas, me solicitan con urgencia que me desplace a una aldea cercana, El Arroyo, porque una mujer había perdido la conciencia.
Es fácil imaginar mi nerviosismo y preocupación ante una posibilidad tan grave. Creo que todas las personas de la aldea estaban en la puerta del domicilio de la enferma, para ver llegar al “nuevo y joven médico del pueblo”.
Una casa muy modesta, y en una habitación oscura y estrecha, la cama donde reposaba la enferma, joven de unos treinta y tantos años. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué tendrá? ¿Cómo acabará esto? Pero decidí que yo era el médico, y debía actuar con serenidad y dar la impresión de conocer bien mi profesión. Les indico que salgan todos de la habitación. La enferma, aparentemente inconsciente. Decidí hacer algunas preguntas a los familiares y tal como me habían enseñado, comenzar la exploración. Nada me llamaba la atención, constantes vitales absolutamente normales, no fiebre, no vómitos ni otras alteraciones, reflejos normales, pero la enferma no respondía a mis preguntas. No sé por qué tuve la inspiración de que no tenía nada importante y me la jugué, aunque pensaba en mi responsabilidad si cometía un error. Me acerqué a la cabeza de la “enferma tan grave” y le dije al oído: “O te levantas sin hacer tonterías o no paro de darte pinchazos hasta que sangres”. Como no me hacía caso, tomé la aguja del martillo de reflejos y comencé a pincharla desde los hombros hacia abajo, muy despacio y cada vez más intensos los pinchazos. No había llegado a las caderas, cuando se levantó, perfectamente y preguntando qué le había ocurrido. Me convencí que, como sospeché, aquello era un cuadro de ansiedad, crisis nerviosa, histeria o algo parecido.
Luego tuve noticias de que había discutido con el marido. Me fui de la aldea, por supuesto con más prestigio que con el que había llegado, ante aquellos habitantes y con la satisfacción de que mi diagnóstico fue acertado
Dr. Juan José Fernández García
Vocal de Médicos Jubilados
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