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El Doctor Aterrado

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El Doctor Aterrado
El Doctor Aterrado

“Es más difícil sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre”.
Montesquieu

Les advierto que lo que van a leer es difícil de creer. Que muchos pensarán que se trata de una exageración. Les invito, sin embargo, a que me concedan el beneficio de la duda, y que pregunten en Hospitales y Centros de Salud. Garantizando el anonimato del interrogado, eso sí.

Hace poco, conocí a una compañera médica que ha trabajado en varias Comunidades Autónomas, gobernadas ora por este partido, ora por el de más allá. «Como Andalucía, nada», sostenía la mujer con vehemencia. En una charla de cafetería, la doctora comentaba, airada, que encadenar contratos eventuales para cubrir necesidades estructurales violentaba la normativa más básica.

Le respondió un tenso silencio. Una mirada, al suelo. Otra, al techo. «Pero, ¿qué os pasa?», soltó la compañera, indignada. «Te están oyendo…», le susurró una de su auditorio, de lo más azorada. «Bueno, ¿y qué…?», replicó la primera, «¿no estamos en democracia?».

«Bienvenida al Servicio Andaluz de Salud», le respondió el aire a la doctora. «Aplique la Ley y exija su cumplimiento», añadió. «Se encontrará usted, probablemente, con la no renovación de su contrato». Su abogada fue clara: «contigo la Ley, en espíritu y letra; contra ti, los plazos y los recursos… Te darán la razón, pero dentro de una década».

«Bienvenida al Servicio Andaluz de Salud», asume la mujer al fin. Las condiciones concretas de la aplicación de la Ley son, en definitiva, un atropello flagrante para el ejercicio de los derechos de una. Un caldo de cultivo para el abuso de poder como Sistema. Lo que tenemos.

Esta es la realidad oculta de un Sistema que se autopublicitó como avanzado y progresista. La dolorosa verdad, tras la careta meliflua y la palabrería vana. Pero hay otra realidad aun peor:

El miedo. Un miedo sordo, persistente. Algo así como la necesidad que tiene uno de mirar quién anda a la escucha, y de hablar bajo, o no hablar. Un sopesar con cuidado cada palabra que uno diga o, peor, la que deje de decir. Miedo a que uno no diga lo que se espera que tiene que decir en cada momento. Porque la palabra emitida o la omitida refleja el pensamiento y, por tanto, la afinidad al proyecto. O, mucho peor, la falta de afinidad a las líneas maestras del mismo.

No repito argumentos que he expuesto en otros escritos acerca de lo prolongadísimo de la formación en medicina y de lo mucho que se juega el profesional en cada acto. Me abstengo de aburrir al lector describiendo las múltiples formas de que dispone un director de Unidad de Gestión Clínica para amedrentar o chantajear a su facultativo, tenga 25 años o 62. Desde no renovar un contrato hasta impedir la actividad quirúrgica a la que se ha dedicado uno durante décadas.

Me voy, pues, al resultado: una vida profesional de miedo. Miedo a chistar, o a no hacerlo. Reuniones de mudos, salvo la aquiescencia entusiasmada. «Señor, sí señor; lo que usted diga». Ojo con disentir, y mucho menos por escrito. Cuidado con trasladar los conflictos a la dirección. Y nada de hablar con los medios, pecado nefando. Realmente, nada de abrir la boca sin el visto bueno del mandamás. ¿El estallido de protesta en redes sociales? Solo es la punta del iceberg: una minoría más que harta, decididos a no soportar la indignidad. Al coste del ninguneo, la marginación y la pérdida de oportunidades.

Imaginen los estragos de un médico que, al actuar, cortísimo de tiempo, no puede centrarse en lo más adecuado para el paciente. Porque tiene, además, que sopesar si se atiene o no a los objetivos que le marcan cada año. Por si aún no lo saben, les comunico uno de los resultados de tal política: una ola de ansiedad y depresión que está pasando completamente inadvertida. Probablemente, por estar la profesión médica curtida en el soportar lo que sea, y por el acceso a la automedicación.

Que, de esto, solo se sorprende quien viene de nuevo, como el que se baja de un platillo volante. Un poco lo de la rana: que si la echas en agua hirviendo, pega un respingo y se salva. Pero si la pones en agua a temperatura ambiente y le vas subiendo la temperatura poquito a poco, la pobre rana se va adaptando hasta cocerse sin intentar largarse. Pues así estamos todos, cociditos de puro miedo.

Tal es el miedo que, aún hoy, con la reciente derrota del régimen, no se oye apenas nada. Porque ahí, en sus puestos, permanecen los mismos: un tejido de cargos intermedios que gestionaron el miedo durante años. Los de abajo están convencidos de que el régimen volverá, que la Junta no se entiende sin los de siempre. Y, ante esa expectativa, mejor mantener la boca cerrada. Abrirla, si acaso, para el lexatin o el tranxilium.

Esta es, en esquema, la radiografía del médico que intenta atenderle en el SAS. Salvo honrosas excepciones, claro.

 

Federico Relimpio Astolfi

Miembro del Observatorio de la Sanidad del RICOMS

 

Tribuna publicada en ABC de Sevilla





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